viernes, 5 de octubre de 2018

Papa.



Papá, esa palabra tan corta y tan grande a la vez. ¿Y tan llena de responsabilidades no?

Hace tiempo que quiero escribirte. ¡Pero siempre pienso que es tanto lo que vivimos juntos, que no hay huecos que llenar ni palabras por decir!

Cuando nací, eras prácticamente un niño. Y en ese casi jugando a ser padre, fuimos creciendo juntos.

Eras un bombón, diría una vieja amiga, que prefiero mantener en el anonimato y que el día que te conoció, no creyó que eras mi viejo.

En nuestras vidas compartidas hubo mucho de todo. Como en todas las vidas, en realidad.

Uno no sabe lo que es ser un padre o madre, hasta que le toca, o hasta pasado un rato más, o quizás nunca se aprende.

Y al caminar, nos equivocamos, nos caemos, y volvemos a levantarnos. Y en ese camino, puedo decir que aun me sostenes la mano, como cuando era chiquita.
“A Bobote! ¡A bobote!”

Tu mundo siempre ha sido sencillo. Sin dobleces ni costuras extrañas. Y es porque así lo son tu alma y tu corazón.

Siempre te he visto viviendo cada día a pleno y con una extraordinaria generosidad.

Regalando simpatías y muchos chistes (¡bastante malos en general!) Sos una persona inclusiva, por donde se mire. No hay quien se sienta incomodo con vos.

Muchas veces con la inconsciencia de un adolescente, pero eso siempre hizo que te sintiera aún más, mi amigo.

Ocupándote y preocupándote por todos y cada uno de nosotros. Abriendo tus brazos, brindando tu cariño y todo lo que está a tu alcance y hasta lo que no está.

Seguramente en este camino de tantos años compartidos, habremos tenido diferencias, momentos de sensaciones raras, de penas y alegrías.

Hoy, que ambos compartimos la adultez, peinamos canas, usamos anteojos y nos quejamos de los mismos dolores, me siento agradecida de tenerte. De que hayas sido vos y no otro, al que llamar papa.

Sos un buen tipo, mi viejo! Te quiero.