jueves, 5 de mayo de 2011

La casa de la barranca. Mas que solo un cuento.

Me desperté temprano para un domingo. Era un día soñado. De esos diáfanos, frescos y soleados de otoño. Decidí salir a caminar. Me calce las zapatillas y me puse los auriculares. Que mejor que acompañar la caminata con una música celestial, clásico, el género que elegí para mi gira.
Hago este circuito varias veces por semana. Ritmo y tiempo. Ecuación perfecta.
Cuando terminé el primer tramo, llegue casi hasta la casona vieja, ubicada en una cortada, en lo más alto de la zona.  Construida en el medio de un enorme jardín y rodeada de árboles añosos, mirando a la barranca. Cuando estaba casi en el portón de entrada, vi que estaba abierto de par en par. Raro. Muy raro. Los perros de la casa, que siempre ladran cuando alguien se acerca, no emitieron sonido. No los vi tampoco por ahí.
Cuando mire hacia la casa todo estaba tan diferente! me pudo la curiosidad y me asomé. Como un chico que toca ring raje… apague mi ipod… pero sorprendentemente, la misma melodía que sonaba en el,  salía por las ventanas abiertas de la casa.
De pronto una mujer, vestida como hace un siglo atrás, apareció como de la nada, haciendo girar su sombrilla y me sonrió. No podía emitir sonido. No entendía nada. Su vestido con volantas y algo de encaje, tenía un brillo suave y encantador. Su peinado sencillo, un sombrerito de paja en la punta de la cabeza completaban el atuendo.
Con una voz tan suave como su piel, me invito a pasar. Caminaba como etérea, como si sus pies no estuvieran tocando el suelo. La seguí casi en shock.
La casa estaba como nueva, los sillones de mimbre de la galería relucían blancos y sus almohadones de género liberty estaban impecables. Ahí mismo, a la sombra de unas enredaderas y sobre el piso de dameros, había una mesita con una bandeja de plata. Humeando, una tetera, unas tazas y una canasta de pan recién horneado.  Me hizo señas que me acercase y me invitó a sentarme.
Parpadee un instante y me vi a mi misma vestida de época, con el pelo recogido en una trenza y un sombrero. Mis ojos no daban crédito, pero realmente estaba pasando.
Me ofreció un té chino, que acepté sin titubear. Con una media sonrisa en la boca y un guiño en los ojos brillantes me habló.
La escuché como en un sueño. “Soy tu bisabuela”, me dijo. “Hace tiempo que te espero”, continuó.  Mi corazón  dio un vuelco y la sorpresa  se apoderó de mí. “Querida mía, has estado por mucho tiempo sumergida en pensamientos y añoranzas de las cosas y las personas que formaban parte de tu pasado, aferrándote a recuerdos de tiempos idos. En toda esa gran parte de tu vida, has ido dejando pasar cada presente sin pensar,  has detenido el camino del reloj.” Sus palabras entraron a borbotones en mi alma. “Los recuerdos son un tesoro María, pero deben ser solo eso. Recuerdos.  Y debes vivir cada minuto del presente, como si fuera el último.” Había tanta verdad en sus palabras, tanta enseñanza, que sonreí a mi vez, me sentía tan bien, como si un peso hubiese caído de mi espalda, me sentía liviana y plena.
De repente en un nuevo parpadear, me encontré sentada en el jardín de la casona. Con mi ropa de correr y mis zapatillas. Como si hubiera estado durmiendo, solo me rodeaban los perros que me miraban moviendo sus colas al unísono. 
La casona se veía medio derruida, como siempre. Tampoco había nadie por ahí. Mucho menos sillones de mimbre o un servicio de té.
Me pregunté si había sido un sueño. A mí me pareció tan real que todavía podía sentir el sabor del té en mi boca.